jueves, noviembre 30, 2006

Desde una cáscara de nuez

Fidel, el líder y jefe de nuestro Movimiento, que con su perseverancia, tenacidad, inteligencia y dotes de organizador, nos ha preparado e inculcado la confianza y la seguridad en las posibilidades de éxito de nuestra misión, ha despertado en cada uno de nosotros al guerrero que aguarda el momento para medir sus fuerzas con el enemigo y derrotarlo… Pensamos en la grandeza de este jefe que es capaz de arriesgarlo todo por un combatiente. En esta empresa no habrá jamás abandonados, no habrá jamás olvidados… Con la salida de México para Cuba se materializó otra vez la idea comenzada en el Moncada, detenida en el presidio, alimentada en el exilio y ahora puesta en práctica. Ha tenido que esperar, pero ya es realidad y se empezará a desarrollar tan pronto se realice el desembarco
Tomado del libro ¡Atención! ¡Recuento!, del Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque
Ahora medito sobre todo lo que ha sucedido desde que llegué a este país, del cual recibí el calor de su pueblo, la amistad de los que han contribuido a nuestra causa, el conocimiento más de cerca de su tradición de lucha. Todo ello, unido al ejemplo y las lecciones de los patriotas de Cuba, han fortalecido y hecho más sólidos los sentimientos y la vocación de lucha por liberar al pueblo cubano de la tiranía que lo oprime. Tan firme como esas cumbres es la convicción que llevamos.
Raúl y Almeida, en México días antes de la salida.
Estos mismos pensamientos traen a mi memoria la imagen de Fidel, el líder y jefe de nuestro Movimiento, que con su perseverancia, tenacidad, inteligencia y dotes de organizador, nos ha preparado e inculcado la confianza y la seguridad en las posibilidades de éxito de nuestra misión, ha despertado en cada uno de nosotros al guerrero que aguarda el momento para medir sus fuerzas con el enemigo y derrotarlo.
Este será un episodio inolvidable en nuestras vidas, cuyo curso dio un cambio radical a partir del 10 de marzo de 1952 y se reafirmó más desde la preparación y el ataque al cuartel Moncada aquel 26 de Julio.
Llegamos a un pequeño pueblo costero dividido por un río. Cae una lluvia fina, el aire es frío. Nos bajamos del carro cerca del río. Unos allí, semiocultos, como apostados, nos señalan el camino y tomamos por un sendero oscuro, próximo a una casa. Escuchamos ladridos de perros, tal vez inquietos por el cruce de nosotros. Caminamos como cien o cientocincuenta metros hasta llegar al embarcadero donde está el yate. Allí encontramos a Fidel. Nos despedimos del matrimonio con mucho afecto.
El yate está a media luz. Junto a él hay, un abejeo de hombres, unos que entran, otros que lo preparan para ponerlo en marcha. Nos acercamos. Me presentan al dominicano conocido por Pichirilo. Entramos al barco pasando por un tablón largo que sirve de puente desde la orilla. Como está mojado por la lluvia que cae, hay que pasarlo con cuidado. Dentro hay un grupo mayor, cada cual colocado donde pudo, sin que nadie le indicara.
Me encuentro con Mestre, nos abrazamos y con dificultad logramos estar juntos. Nos volvemos a ver después de algunas semanas. Mestre y yo escuchamos la conversación que sostienen dos compañeros:
—¿Ustedes por dónde vinieron? —pregunta uno.
—En un grupo de seis, en bote —le contesta el otro.
—¿Cómo en bote?
—Sí, chico, nos dejaron del lado de allá del río y de ahí vinimos en bote, pues este río es ancho.
—Y antes, ¿cómo fue? —vuelve a preguntar el primero.
— ¡Ah!, antes fue en auto desde Abasolo a Victoria, de allí a Tampico y luego a Tuxpan.
—Y tú, Mestre, ¿cómo llegaste? —le pregunto.
—En auto, con un grupo de seis. Estuvimos ocultos entre las yerbas del patio de la casa, cerca de una posta nuestra, hasta que nos dijeron que entráramos al yate.
Entre los grupos se destaca un rubio, casi calvo, con espejuelos, que entra y sale continuamente, le dicen el Cuate. Después de dejar dentro del yate el último saco de naranjas que trajo, no lo veo más.
Seguimos escuchando a los que hablan bajito, mirándonos sin decir palabra. Otro de los que están sentados comenta que este río se llama Tuxpan, es largo, ancho, profundo, y de día parece un mar, que desde donde estamos hasta la desembocadura al mar hay como doce o trece kilómetros y bien afuera tomaremos el barco donde nos vestiremos con la ropa militar y distribuirán las armas y las mochilas.
Siempre hay quienes saben o quieren aparentarlo, y para eso hablan. Lo que dice del barco parece razonable, pues en este yate los que estamos dentro no cabemos, no se ven abastecimientos para una travesía larga y no sé cómo nos vamos a mantener tantos días comprimidos por la tensión. Sería como tener una liga estirada el tiempo que dure el viaje y al llegar al lugar soltarla, pero no íbamos a tener la misma elasticidad.
Continúan entrando más hombres. Alguien dice que les avisen a los que están de guardia armados que después del último grupo suban.
—¡Ahora sí nos vamos! —dice otro, y reclama que tengan cuidado para que no lo pisoteen. Se oye una voz pidiendo que se haga silencio:
—No se olviden que a menos de cincuenta metros de aquí, por esta misma ribera hay unos soldados cuidando una patana.
Entran los últimos, los que cuidaban mientras embarcábamos.
—Desamárrenlo y boten el tablón —dice alguien.
El yate se pone en marcha despacio, lo hace forzado, parece que las hélices, por el peso, están enterradas en el fango, es como si el barco estuviese sentado y se negara a andar, como si previera el peligro que va a enfrentar. Una llovizna fina lo cubre, sigue con las luces apagadas. La emoción no puede describirse. Afuera, en la oscuridad de la noche, vemos de pie bajo la lluvia, entre varios hombres, a tres mujeres que con las manos en alto dicen adiós: son Melba, Piedad y Orquídea. Hay que navegar con el motor en baja hasta pasar el puesto de la aduana, vamos sin permiso de salida, oigo que dicen. Miro el reloj, es la una y treinta de la madrugada del 25 de noviembre. Fidel dice:
—Si mandan a parar, hay que seguir.
Llegamos a este país en busca de una tierra acogedora donde prepararnos y salir de ella para liberar a Cuba. Con dificultades y sacrificios lo logramos. Siempre tuvimos optimismo y confianza. Vivimos aquí y ahora salimos para cumplir la misión histórica que nos hemos propuesto.
Al pueblo mexicano lo conocíamos solo por su historia, ahora nos hemos sentido parte de él por las emociones, sufrimientos, penas y alegrías que hemos vivido a su lado.
Mientras avanzamos por el río, continúa la llovizna y el ambiente se torna brumoso, oscuro y frío.
De momento apagan los motores. El yate sigue navegando despacio, movido solo por la corriente del río y el impulso que traía.
—¿Y eso, qué pasa?
—Vamos a cruzar por encima del cable del pontón que va de una orilla a la otra y hay que parar los motores para que las hélices no se enganchen con él al pasarlo —explica Pichirilo.
—¿Cómo un cable que va de un lado al otro?
—Sí, chico, el que hala el pontón que une la ciudad.
—¡Ah!, el que hala el pontón. Ojalá que pasemos sin enredarnos con ese cable.
Ahora vuelven a prender los motores, el de la izquierda primero, el de la derecha después. Pichirilo me mira y dice:
— Ya lo pasamos.
A la izquierda vemos el escaso alumbrado de la ciudad a esa hora, sombras y siluetas de casas; a la derecha todo es más oscuro, aunque hay luces dispersas y aisladas, que según avanzamos van disminuyendo y a veces parpadean al alejamos del poblado. El barco hace un giro y ya no se ven más, solo un resplandor más arriba de la línea del horizonte. Todo es más oscuro a ambos lados, a veces brilla una luz aislada en una u otra orilla. Solo se oye el ruido del motor y el del agua al chocar con la proa del barco. A los lados grandes sombras, me imagino que sea vegetación, rocas, mangle, bosques, qué sé yo. Lo que sí se ve es una oscuridad impenetrable.
Empiezan a surgir por el frente, a la izquierda, algunas luces; contra estas se perfilan las siluetas de barcos y otras embarcaciones menores que se mueven. Vemos también pequeñas señales lumínicas rojas y verdes que parpadean, de las boyas allí situadas; más alto, los destellos de un faro anuncian la cercanía de la de-sembocadura. De pronto, un fuerte olor a mar nos penetra. Más allá, en el horizonte, la oscuridad completa no permite distinguir la unión del mar con el cielo.
El río se encuentra con el mar y este le hace resistencia con fuerte oleaje. El viento bate con fuerza, cae una lluvia fina. En ese momento todo el mundo abajo, en tensión. Chuchú, que conoce el río y lleva el barco, se lo entrega a Roque, que continuará auxiliado por Pichirilo. Fidel y el capitán de la nave escrutan el horizonte. El yate se siente pesado por la sobrecarga, se monta en una ola inmensa, traquea. Las máquinas siguen en baja.
¡Ya estamos afuera! Aceleran los motores, sigue la llovizna, arrecia el viento, nos bañan las olas. El yate mete la proa y sale, el agua le pasa por la cubierta y el techo, se balancea de un lado para el otro. Todo cuanto está suelto se cae, hay ruido de cosas y chirriar de maderas, se prueba antes de enfilar directamente hacia el mar abierto, rumbo a la gran empresa.
Ya a las puertas del golfo, con las luces del yate encendidas, los rostros iluminados por la emoción y el corazón a tambor batiente, se dejan escuchar nuestras voces cantando el Himno Nacional y la Marcha del 26 de Julio. ¡Viva Cuba! ¡Abajo el tirano!
DESEMBARCO
¡Ras, ras, ras! Después de cada disparo, la corrección a la mirilla del fusil, mientras el yate sigue su travesía desde Tuxpan hacia la provincia oriental. En uno de los pasillos laterales de la cubierta, Fidel, solo, hace disparos para graduarles la mirilla telescópica a los fusiles que llevarán algunos de los expedicionarios. En las casas y otros lugares donde estuvieron guardadas las armas, algunas no se pudieron limpiar ni graduar por las condiciones en que vi-víamos. Además, hay varias marcas de fusiles con mirilla. Parado, de rodillas o tendido en la popa, Fidel tira a un blanco situado en la proa. Parece como si navegara con una tripulación particular en un viaje de recreo. Así pasa horas, junto a los hombres que se van turnando cerca de él como ayudantes, mientras otros vigilan cualquier cercanía de avión o barco.
En esta mañana, el mar está sereno, el barco en marcha mantiene su rumbo. Se ven peces voladores de color gris azuloso revolotear fuera del agua unos veinte centímetros; después vuelven a entrar, parecen zunzunes. Hace rato que están cerca del oleaje que va dejando la estela de la embarcación, como si jugaran al corre que te cojo unos con otros.
Ojalá que este yate sea un punto insignificante en el mar para que los aviones o helicópteros no nos localicen. Antes de que Fidel empezara las prácticas para ajustar los fusiles, según el mar se calmó averigüé el nombre del yate. Fui hasta la popa, me agarré del pasamanos de cable que bordea el yate, me afinqué del tubo donde se apoya el cable y me incliné, pero no podía leerlo. Entonces me acosté boca abajo, saqué la cabeza, miré y leí: Granma.
Si hubiera pasado algún avión de observación, habría informado: "Un yate de turistas", pues todo se veía normal.
Sin embargo, esta embarcación había salido en condiciones anormales, prácticamente en desacato a las autoridades portuarias, que habían prohibido la salida a las embarcaciones pequeñas por el mal tiempo. Para cumplir la promesa de Fidel al pueblo de Cuba de que en 1956 "seremos libres o seremos mártires", a la cual se refería en Cuba el periódico Ataja en su primera plana diariamente, en un recuadro donde con ironía citaba los días que faltaban para cumplir este compromiso; cuando precisamente según esa cuenta faltaban treinta y seis días; recientes aún los hechos que dieron lugar a nuestro encarcelamiento en la prisión de Miguel Shultz y la ocupación de algunas armas; con la amenaza de que el barco no podía salir del atracadero por mal tiempo; en estas condiciones, nos hicimos a la mar en el Granma, convencidos de la justeza de nuestra causa y del ideal por el cual emprendíamos de nuevo la lucha iniciada veintiocho meses atrás.
Mientras navegamos llevamos un régimen estricto de no subir a cubierta excepto por la noche, y mantenernos cada cual en su puesto. La fuerza del oleaje en los días anteriores, que movía el yate a su antojo, el calor y el olor a petróleo, causaron estragos, mareo e inapetencia en la mayoría de los expedicionarios. Cuando fueron a buscar las pastillas para el mareo no aparecieron, no las encontraron entre la cantidad de bultos y paquetes que traemos. Entonces la gente comía galletas, que dicen es bueno para el mareo. Al otro día, cuando aparecieron las pastillas, ya el grueso de los compañeros se había ma-reado y algunos "echaron la vida" vomitando.
Muchos de nosotros teníamos la idea de que este yate nos transportaría para algún barco grande en un solo viaje. Pero no cambiamos de barco y el yate se quedó como transporte definitivo, el puente entre México y Cuba. Que yo sepa, nadie ha hecho una travesía tan larga en un yate diseñado para llevar cómodamente diez o doce personas, en el cual vamos ahora hacinados 82 hombres que apenas podemos movernos, además de la carga: armas, balas, mochilas, uniformes, sacos de naranjas, tanques de agua, cajas con latas de leche, bidones con combustible de reserva y un bote, sin contar los dos motores, uno con defectos en el cloche. También había escuchado de un proyecto que propuso el hijo del coronel Bayo de hacer este mismo viaje en un avión Catalina que él pilotearía; pero, bueno, se desistió, porque vamos aquí.
Ahora el yate se columpia suavemente, navega por un mar que parece un plato.
Es curiosa la relación que establece el hombre con el mar, a pesar de vivir fuera de él. Quizás eso dependa de cómo lo ve, pues pesca y se baña en ocasiones en él, cuando está tranquilo resulta acogedor como en estos momentos, y lo utiliza como nosotros ahora, que nos sirve de vía para llegar a Cuba. La noche dura fue la de la salida. Esa no se podrá olvidar jamás, con todos aquellos hombres y cosas revueltos. Después de aquella furia, ahora la calma. Ojalá que siga así.
El yate viene haciendo entre siete y nueve nudos. Dentro, la gente está soñolienta; los compañeros están medio ma-reados o mareados del todo. Otros se han recuperado ya de las horas en que casi pierden el estómago, que se les quería salir por la boca. Gracias a este estado de muchos, que apenas ingieren alimentos, ha podido durar la comida que traemos, si no, ya no habría nada para alimentar a estos 82 hombres. Muchos han resistido por estar fuertes y bien entrenados.
Los que se encargaron de la compra de los alimentos —sacos de naranjas, unos frascos con bacilos de vitaminas, un poco de huevos hervidos, dos latas de galletas, una caja de latas de leche condensada, pan y una pierna de jamón—, tal vez por desconocer el número de compañeros que los iban a consumir o por la premura en salir, poco pudieron hacer por la alimentación de nosotros para esta travesía.
Fidel sigue disparando para rectificar las mirillas telescópicas. Me pregunto cómo en este barco tan pequeño podemos caber tantos. La noche que salimos me pareció más pequeño, mucho más. Pero a medida que pasan los días se me va haciendo más grande. También nos hemos acomodado mejor, y nosotros mismos pesamos menos. Ya le he cogido dos huecos al cinto, y si este viaje dura mucho tiempo, llego a Cuba con la cintura como una avispa. La cosa se está poniendo a naranja, bacilos y agua. Las galletas y el pan se acabaron, y de la pierna de jamón lo que queda es el hueso, que no sé por qué no lo han tirado al mar con bandeja y todo.
Siguen los disparos: ¡ras, ras, ras! ¡Qué voluntad tiene este hombre! Lleva horas en eso. Otro cualquiera ya hubiera hecho varios recesos. En la banda de babor tiene colocada una diana en la parte de la proa, y desde la popa dispara, ¡ras, ras, ras!... Con cada fusil que ajusta hace la última comprobación. Así, uno tras otro, con un destornillador mediano que casi se le pierde entre las manos. Los ayudantes se turnan para alcanzarle las balas, el fusil o guardar este. Solo él sigue en su faena. Al final se le pasa al fusil una estopa con grasa para limpiarle el salitre: ya esto último lo hacen los ayudantes. Después, él y algunos más probamos las armas automáticas, disparando a un tanque de combustible vacío que arrojamos al mar.
Voy al puente de mando a ver cómo marca el rumbo en la carta náutica el capitán del yate. Es un hombre afable, de hablar pausado, de modales finos. Toma el compás, corre la regla por el mapa y hace trazos con un lápiz en cada marcación. Mueve la cabeza de vez en cuando y se arregla los espejuelos que, por la posición, se le bajan, corriéndosele por la nariz. Así, a cada rato se los sube y los vuelve a acomodar. Roque, el que viene de segundo del capitán, un ex teniente de la Marina de Guerra, intercambia criterios con él, mientras con el índice señala la marca de un faro, que dice toca en turno distinguir cuando caiga la noche. Da el estimado de que estamos haciendo siete nudos por hora.
Traen un equipo de radiotelefonía de onda corta, y por él comprueban los relojes y la hora. Se escucha música mexicana. Le indican al timonel, que conduce ahora, que a las 18:00 horas cambie el rumbo a 85 grados, manteniendo la navegación en esa dirección hasta las 17:00 horas del otro día. Como son operaciones que no entiendo bien, salgo. Solo la curiosidad me llevó allí un rato.
Con dificultad, trabajosamente, llego hasta la puerta y salgo al pasillo. Tomo por él con cuidado y voy hasta la popa a sentarme junto a dos compañeros que se encuentran allí. Con Mestre ya he conversado unas cuantas veces. Ahora me cuentan del desertor de Abasolo y que eso, además del acercamiento a la fecha del compromiso hecho por Fidel, precipitó la salida. El desertor conocía de algunas casas donde se guardaban armas y de la preparación del yate. ¡Qué ruin resultó este hombre! ¡Cómo engaña esta gente, tan dispuesto que parecía! Pero cuando lo obligaron al entrenamiento y al sacrificio, ni horas duró dentro del colectivo.
El mar es de un azul claro con verde esmeralda, y a la distancia se ve plateado y brillante por los rayos del sol, que dificultan mirarlo. Todo visto en su inmensidad, desde esta cáscara de nuez, ¡qué bello!
A veces, en su serenidad, se forman unas anchas avenidas por las corrientes que lo dibujan y parece que le dan sus colores.
Muchos de nosotros nos detenemos a contemplar el sol saliente, en el cenit y en su puesta. ¡Qué maravilla! En la naturaleza, si uno se fija bien, está todo, de ahí el modelo del pintor, que unas veces copia y otras deforma la realidad.
Unos delfines vienen al frente y a los lados del yate, entran y salen vigilantes como si fueran la punta de vanguardia y los flanqueadores. Todos se movilizan a verlos. Nos acompañan largo rato. Después no los veo más.
En la tarde, el cielo se encapota, relampaguea, el agua se ve negruzca, todo hace la tarde tenebrosa. Mirándola me pongo soñoliento. Aquí solo se ha podido dormir a ratos, hay que cambiar de posición para no entumirse. Me voy de aquí, pues dicen que el movimiento se demuestra andando, aunque dentro se está peor que afuera, salvo cuando hay mucho oleaje. Hay unos cuantos que desde la salida del yate no se han movido de su lugar, ni siquiera cuando lo baldeamos.
Ahora, entre las nubes y el mar, vemos el gran disco rojo del sol como se sumerge, poco a poco, en la línea del horizonte, parece que se hunde en el mar. El cielo en esa parte está rojizo. Cuando vuelvo el rostro, en el otro extremo ya es de noche, y en el mar se ven partículas fosforescentes.
Esta mañana hacemos el viaje cómodo, pero después de las doce del día, de momento el cielo empieza a ponerse gris, el mar está intranquilo, y todo, mar y cielo, parece envuelto en una bruma densa. En el horizonte se ve relampaguear. Así está como dos horas y media o tres, después cambia, empieza a correr la brisa, el cielo se despeja y aparece otra vez todo como es, el cielo como cielo y el mar como mar.
Por la parte donde está el sol no puede mirarse, casi lo ciega a uno con los des-tellos de sus rayos en el agua. Si se mira el mar, se le ve profundo, azul, enseguida se borra la estela de espuma. De nuevo, los peces voladores se ven saltar delante y a los lados.
Ahora parece como si el mar creciera o se inflara de adentro hacia afuera. Baja, sube otra vez. Un aire fresco corre, mientras el cielo se nubla. Al poco rato la marejada, como si el oleaje quisiera taparnos, barre la cubierta y el agua espumada vuelve al mar. Así se mantiene más o menos unas horas, después cambia y todo está sereno. Comienza a caer la tarde, sale la luna, que se refleja en el mar como en un espejo grande.
El día 25, cuando salimos de México, el yate empezó a hacer agua. Un naufragio hubiera sido desastroso, pues el pequeño bote que traemos apenas alcanza para tres o cuatro personas, ¡y tantos hubiéramos corrido hacia él como a una tabla salvadora! Imaginarse ese correcorre para el bote sería el terror, ahora es cosa de risa.
Hubo exclamaciones, alguien dijo: "El yate está haciendo agua". En el cuarto de máquinas ya había dos compañeros intentando sacarla, Pichirilo y Chuchú. Se aligeró la carga, botando al mar lo menos necesario. Hicimos una cadena humana y, con dos cubos que afortunadamente venían en el barco, empezamos a sacar el agua. Uno iba lleno para afuera con el agua que sacábamos, mientras el otro regresaba vacío. Fue una lucha entre el agua que entraba y la que sacábamos. Así duró hasta que alguien gritó:
— ¡Ya baja el nivel, ya baja el nivel!
Después conocí que por el exceso de peso que llevamos, el nivel del mar quedó por encima de la línea de flotación del yate, donde la madera estaba más reseca, filtrándose el agua por la unión de las tablas, hasta que la propia humedad la cerró y así terminó la entrada de agua. También se arregló la llave de un baño que contribuyó, con su rotura, a que hubiera mayor cantidad de agua.
Gracias a esos dos compañeros, que conocían este yate mejor que todos no-sotros por haber trabajado en él desde que se compró para esta travesía, todo quedó resuelto. Ellos lo cuidaron y atendieron hasta que salimos de Tuxpan, y ahora están al mando del barco junto con Pino, Collado y Roque.
Después, el mar ha estado menos revoltoso, parece que se condoliera un poco de nosotros.
Recuesto la cabeza a las paredes del yate, las vibraciones de los motores la hacen vibrar también, y me cosquillea la nariz. Me rasco y me río. Tal vez si en este momento alguien me mirara, diría: "¿De qué se ríe este?". Hoy hacemos el viaje con un mar tranquilo, se ve como un plato. Se escucha más el ruido del motor y el giro de las hélices, como si trajera el eje descentrado, porque vibra mucho el yate. No digo nada, pues de estar descentrado el eje, por el lugar donde nos encontramos y según la empresa que llevamos, no hay solución. Todas estas cosas debieron revisarse antes de salir, pero la premura o la falta de recursos parece que no lo permitió. Tal vez fue la manera disimulada de vivir en el lugar donde se encontraba el yate. ¡Es que todo fue tan apresurado!
Voy adentro y se ven manifiestas las incomodidades. No se puede dar un paso sin que tropecemos unos con otros. En algunos lugares para pasar hay que apartar una cabeza, mover un brazo para buscar un firme del piso donde poner un pie y después el otro, e ir aguantándose de las personas según se avanza. No es fácil encontrar a alguien, por la distribución interior que tiene el yate. Arriba está el puente de mando con un sofá y dos puertas que dan a los pasillos laterales, y este saloncito principal donde me encuentro ahora, con puertas a los pasillos, al puente de mando y a los camarotes de proa y popa. Hay un sofá en una esquina, enfrente un mostrador con cuatro butacas, detrás el fogón, el fregadero y un refrigerador. En el suelo, la entrada aI cuarto de máquinas. Debajo, los camarotes con literas para siete personas, un sofá que también sirve de cama y los baños. Buscar a alguien es una proeza y por lo regular pocos lo hacen, cada cual está casi estacionario, menos los que van afuera, que cuando hay oleaje o alarma entran y hacen más difícil la situación y el movimiento.
El día se ha nublado, hace más fresco. De pronto, como si se desencadenara un mal tiempo, el mar se revuelve y aparecen grandes olas. Una sube el yate, lo deja como en suspenso, detenido en el aire con las hélices fuera del agua, se oye el ruido que hacen al girar en el vacío. Después baja nuevamente como empujado por otra ola grande. Vuelve a subir, se recuesta de atrás, parece que va por el aire, ahora baja de proa, como si fuera a sumergirse en lo profundo del mar, choca con el agua y emerge de nuevo para repetir el movimiento en ese avanzar de cachumbambé. Así está unas horas, hasta que vuelve la serenidad. Miro al horizonte, todo está oscuro; después a lo alto, donde brillan las es-trellas: desde el yate en marcha, parece que se mueven, unas veces se acercan y otras se alejan, según las olas lo suben o lo bajan. El cielo está azul oscuro, se ve limpio y las estrellas más brillantes.
¡Qué alegría —me digo— volver para Cuba! Después de tantos meses de ausencia, volver para luchar con armas buenas, calibre 30,06. No sé qué arma me darán, pero cualquiera que sea, de tiro a tiro, de repetición o un fusil de mirilla, en esta ocasión será de igual a igual el enfrentamiento con el enemigo de infantería. Ya buscaremos cómo combatir contra los aviones, los tanques, los cañones y las ametralladoras. Lo que sí ahora no será calibre 22 contra 30,06, como decía Darío, será con el mismo calibre e igual alcance, y nosotros con mejor entrenamiento, preparados en condiciones difíciles para el combate de día y de noche, con hambre o con sed; pero con la voluntad de vencer, porque tenemos la razón, porque luchamos por la libertad de Cuba, por nuestro ideal y el de los hermanos caídos.
Aquí la mayoría de los que venimos somos jóvenes y todos revolucionarios que vivimos y sentimos las limitaciones, el hambre, la miseria, la muerte a que ha sido condenado injustamente nuestro pueblo por el tirano que se ha posesionado de Cuba como si fuera una hacienda particular. Por eso nos resulta más fácil adaptarnos a las privaciones y los sacrificios para luchar por lo que queremos: la libertad de la patria.
Voy otra vez a tratar de dormir un poquito, pues me siento más sedado después de la tensión de los primeros días del viaje. Primero en auto desde Ciudad México al lugar de donde salimos, Tuxpan. De ahí al yate, burlando a la policía federal. Esa salida por el río, a oscuras, a escondidas de la aduana, con los motores en baja, lloviendo, relampagueando, con viento, con frío. Parecía que no salíamos nunca al mar abierto, hasta que por fin, ya hace tres días que estamos navegando, y hasta el momento sin tropiezos con los guardacostas. La constante ahora, agua y cielo, y en las noches, como hoy, el cielo estrellado. Parece que ahorita va a salir la luna. Es la naturaleza mostrando su grandeza. Me duermo no sé cuánto tiempo. Cuando despierto ya hemos pasado lejos del cabo San Antonio para evadir cualquier vigilancia de la Marina de Guerra de la tiranía y del cabo Catoche de México, donde cubren la vigilancia en busca de barcos de pesca piratas y de cualquier embarcación como esta.
En el yate, cuando ocupamos un lugar lo mantenemos a ultranza, porque después es muy difícil encontrar otro cómodo, aunque ninguno lo es. Por tal motivo nos estamos horas en el mismo sitio, salvo que alguien convenga con otro compartir un lugar un rato cada uno, y así no hay preocupación de perderlo. Este que tengo ahora es de Che. Como ha venido con asma, prácticamente lo ha ocupado todo el tiempo. En el momento que lo tomé, salió a caminar. Es bueno que lo haga para su bien. Así reactiva la circulación. En lo que llevamos de viaje ha sido atacado por este padecimiento con fuerza.
El sol empieza a nublarse, pero detrás de las nubes se ven sus rayos débiles, como un abanico abierto, con sus puntas metidas en el mar.
Ha disminuido la velocidad del yate, porque navega con un solo motor. El otro están tratando de arreglarlo. Dicen que se ven luces en la línea del horizonte; ahora las observamos, se acercan hacia no-sotros, aparece otra más. Por la distancia parecen barcos. Orientan al timonel que cambie el rumbo para alejarnos de ellos. Se entregan armas y se ordena tomar precauciones. Con fuerza, entre dos, sacan el antitanque para el completamiento de la movilización. Ya nos vamos alejando, aunque lentamente. Dicen que son barcos de pescadores. ¡Qué bueno!, porque en un combate nocturno con antitanque y fusilería contra un guardacostas y con tanta gente a bordo para maniobrar, la cosa sería dura para nosotros. Tendríamos que pegarnos al guardacostas y saltar sobre él, si antes el yate no queda partido por uno o dos cañonazos y el peso nuestro.
Ponen nuevamente el rumbo que traíamos, ya arreglaron el otro motor, lo arrancan y ahora continuamos con los dos motores.
Este ha sido el primer zafarrancho de combate. Así será a partir de este momento, pues ya nos encontramos en una zona marítima que parece estar más transitada.
Amanece. El mar está tranquilo, con su color azul, se ve profundo y empieza a ser alumbrado por un sol radiante. Dan deseos de bañarse en él. Buscamos un cubo y una soga. Nos quitamos la camisa y nos tiramos agua por arriba. Con este sol que empieza a salir, se secará enseguida el pantalón. Llevamos unos cuantos días sin bañarnos, en el baño del yate no hay quién entre porque la bomba no funciona, no trabaja bien, y hay que echarle agua de mar con el cubo. Aprovechamos para baldear todo el baño por dentro, y prácticamente hacemos una limpieza general al yate. A muchos les molesta, porque tienen que correrse de un lugar para otro.
Vamos con rumbo norte al faro de la isla de Gran Caimán, marchamos con buen tiempo. Afuera y adentro corre la brisa, haciendo agradable el ambiente. Ya la gente en general se ve más animada. Fidel se encuentra reunido con Juan Manuel y otros compañeros, hacen planes. Los días van pasando más rápido. En la radio se escucha la emisora Radio Progreso, la "Onda de la Alegría", como la anuncian y así es, eso sentimos cuando escuchamos la música cubana.
Avisan de un barco mercante grande.
—¡Todos adentro! —gritan.
Los que están fuera corren y se colocan adentro, pero en esta ocasión con menos zafarrancho. Parecemos un yate fantasma que ha perdido la tripulación, o donde esta ha muerto de alguna epidemia y sus únicos supervivientes son el capitán y el timonel, que se mantienen, uno aferrado al timón y el otro al yate. Pasa el barco y nos vamos alejando.
Por la radio del yate escuchamos la noticia de las acciones en Santiago de Cuba que apoyarían nuestro desembarco, esperado en esta fecha, 30 de noviembre. Fidel se acerca con algunos de los compañeros a la radio, los que podemos nos acercamos también. Le suben más el volumen para que todos podamos oír. La emoción nos invade, nadie habla, todos escuchan atentos. Solo se oye el ruido de los motores, que ahora en el silencio se siente más alto.
La información de la radio se escucha a intervalos. Unas veces se va la voz y otras se puede oír mejor el locutor. Informan del ataque a la estación de policía, a la aduana y de tiroteos en las calles de Santiago. Ahora quisiéramos estar allí. Ellos apoyando nuestro desembarco y nosotros todavía navegando, lejos aún de las costas de Cuba, para que crezca más nuestra ansiedad por llegar.
Fidel nos reúne en el centro del yate y nos habla. Llama a Smith por su nombre, a Raúl y a mí. Todos están atentos, alrededor y afuera, en los pasillos, mirando por puertas y ventanillas. Hace la designación de los tres capitanes, lee los nombres de los que conformarán las escuadras y pelotones, el armamento que llevarán y el orden de marcha de cada pelotón. Smith a la vanguardia, el mío al centro y Raúl a la retaguardia. A cada jefe de pelotón nos entrega una pistola con culatín-funda y cuatro peines, dos largos y dos cortos, con suficiente parque, más el fusil de mirilla. A Smith le entrega uno automático, pues él lleva la mayor responsabilidad en la marcha, va a la vanguardia. También distribuye las armas entre los jefes de escuadra. Después dice unas palabras conmovedoras de lucha y de combate.
Comienza el reparto de los uniformes, las cananas, y, por último, las botas. Después de cambiarnos, muchos lanzamos al mar la ropa y los zapatos que traemos puestos, vemos los tiburones que atrapan las cosas con avidez, otras se hunden después de flotar un rato. Si alguien se cae aquí no hace el cuento. Cada cual, con su nueva responsabilidad, se va relacionando con el personal que le han subordinado. Mestre quedó en el pelotón de la vanguardia, ya no tendremos la oportunidad de estar juntos. iCuánto lo siento!
Ahora pasamos más trabajo cada vez que un vigía anuncia la presencia de un barco, pues vamos uniformados y armados. Ya somos una fuerza militar que va a liberar a la patria oprimida y a cumplir la promesa hecha por Fidel.
Estamos cerca de las costas cubanas, el tiempo parece que no avanza. Pienso en la nueva responsabilidad que me ha sido asignada, de conducir y cuidar, pero sin sobreprotección, a estos hombres que dirigiré y atenderé directamente, y a todos en general guiarlos a la victoria. Tengo que ser duro, corregir defectos y reconocer virtudes. Ser amigo y jefe, soldado y capitán, respetar y ser respetado. No pedir lo que no sea capaz de hacer. Exigir lo que para mí también resulta un sacrificio. Hacer justas valoraciones, ser equitativo y actuar con justicia. Todo esto implica mayor dedicación. Ser el primero en levantarme y el último en acostarme. Cumpliré mis obligaciones con honradez y sacrificio.
Estoy emocionado, como si el pecho lo tuviera oprimido. Necesito aire, aire. Salgo a cubierta y respiro profundo el aire de mar, que me refresca y, al darme en el rostro, me alivia. ¡Cuánto honor he recibido!
El tiempo empieza a cambiar. El yate se mueve salpicado por el oleaje espumoso. Me sujeto para no caer al mar. Ahora traquetea, se balancea de un lado para otro, se mete de punta, sale, se mueve, cimbra, vibra, parece como si fuera a partirse, y el mar en su furia quisiera tragárselo.
Navegamos por el norte de Gran Caimán. Vuela un helicóptero, tomamos medidas, pero sigue su viaje; parece un vuelo de rutina. El mar se pone cada vez más embravecido. Pasadas las seis y treinta de la tarde, las olas barren la cubierta. Ahora, en la noche, el sonido de las olas es más impresionante. Hace frío. ¡Qué fortaleza tiene este barco! ¡Cómo ha resistido y cómo todavía se enfrenta a este mar revuelto! Se han acabado los cigarros, ya no hay qué fumar. Se rastrea por los rincones y los bultos en busca de algún cigarro o tabaco, pero no se encuentra nada.
Vamos más apretados, pues por el tiempo que está haciendo todos tenemos que ir dentro. Fidel, el capitán y el timonel revisan el mapa. El capitán orienta que alguien vea si descubre el resplandor del faro de Cabo Cruz. Ya antes lo intentó uno, pero como hay tanto oleaje, se hace difícil la observación. Roque dice que él va a ver. Sube al techo. El yate da un bandazo, se escucha crujir un palo. Gritan:
— ¡Hombre al agua! ¡Que unos miren por un lado y otros, por otro!
Se ordena una movilización visual hacia el mar.
— ¡Una soga! ¡Una soga! iVean si hay salvavidas!
Solo aparece la soga, la trae Smith en la mano. Muchacho ágil, fuerte y trabado. Disminuye la velocidad el yate. Van pasando los minutos. Hay angustia, tensión y preocupación en los rostros. Gritamos:
— ¡Roooqueee! ¡Roooqueee!
Nada. Parece que el oscuro y agitado mar se lo ha tragado; mientras, el yate sube y baja, y a veces parece que las olas le cruzan por arriba.
Cuando el momento es más crítico, Fidel dice:
—¡De aquí no nos vamos, hay que encontrarlo!
Eso nos llena de alegría a todos. Dicho así, es detener la empresa que nos lleva a Cuba, hasta encontrar al compañero. Pensamos en la grandeza de este jefe que es capaz de arriesgarlo todo por un combatiente. En esta empresa no habrá jamás abandonados, no habrá jamás olvidados.
Volvemos a gritar:
—¡Roooqueee! iRoooqueee!
De aquel mar bravío surge una voz apagada:
— ¡Aquíí! ¡Aquíí!
Es una noche sin luna, y alguien grita que enciendan los reflectores. Cuando van a hacerlo están rotos, tienen que auxiliarse con linternas, con ellas alumbran.
—¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Lo pasaron de largo! ¡Lo pasaron de largo! ¡Miren a ver si está atrás o en los lados!
Mientras, todas nuestras miradas, como reflectores, registran, buscan en las aguas del mar. Smith grita:
—¡Aquí! ¡Aquí lo tengo!
Corren a auxiliarlo. El resto aplaudimos, muchos con lágrimas en los ojos. ¡El momento es sublime!
Ya entra, empapado, en pantalón, sin camisa y con escalofríos. Después, recuperadas sus fuerzas con la respiración artificial que le aplicaron, se le oye gritar bajito, con la voz entrecortada:
—¡Viva... Cuba libre...! —y con él lo hacemos nosotros.
—¡Pon rumbo al faro! —ordena Fidel al capitán.
Todos cantamos el Himno Nacional.
Después de este accidente se toma la medida de estar apostados, se emplazan los dos cañones antitanque y nos mantenemos alerta para abordar cualquier embarcación enemiga que se nos acerque, ante la posibilidad de que nos hayan visto por la cantidad de luces y el tiempo que estuvieron encendidas buscando a Roque. Amaneciendo, entramos en el canal de Niquero, y navegamos con precaución hacia la costa. Ya estamos en disposición de combate, pues nos acercamos a nuestro objetivo: ¡Cuba!
Como a las cinco de la mañana, el cielo está estrellado, para una parte se ve relampaguear. Al rato se ve un resplandor, es el amanecer, cada vez aclara más. El aire, a esta hora, en el mar es agradable, salitroso, se respira sin dificultad; ya este será el último día en el yate, aunque todavía no se ve nada en el horizonte, ni siquiera luces.
Aclara más, nos acercamos a un gran momento, todas las miradas están puestas hacia donde de un momento a otro aparecerá la línea de la costa; avanza el yate con rapidez o así nos parece. ¡Ya se ve, se acerca la costa! ¡Ya está ahí, ahora sí divisamos sus contornos! De momento entramos en un campo neblinoso.
—Es mangle, es mangle —dicen. Pero es la isla, es la costa de Cuba, en el sur de Oriente. Ya no sé cuántas cosas pienso y siento, todas en tropel y la vista puesta siempre en el mismo lugar, la costa, que ahora deja ver más claro su contorno.
Con la salida de México para Cuba se materializó otra vez la idea comenzada en el Moncada, detenida en el presidio, alimentada en el exilio y ahora puesta en práctica. Ha tenido que esperar, pero ya es realidad y se empezará a desarrollar tan pronto se realice el desembarco.
La línea irregular de la costa se ve verde. Los conocedores dicen que es mangle, aunque para mí es manigua, bosque. Después sabré lo que es mangle, ya no de oídas, sino de verdad. Ahí está la costa irregular, exuberante, bella. Huele a tierra húmeda, y ahora más a tierra que a sal. Pasa una gaviota graznando.
Traigo el corazón oprimido por la emoción. Respiro una y otra vez para descompresionar. El paisaje está empañado por la neblina; los ojos, por las lágrimas.
Le dicen a Fidel que ya casi no queda combustible. Pregunta si eso es un cayo. Le dicen que no, según la carta es tierra firme.
—¡Pues dale para tierra a toda velocidad!
Aceleran más los motores, estos dan un último impulso al yate, que aumenta su velocidad. Así unos minutos. De pronto se encalla en una barriga de fango bajo el agua. Llegamos. Ahora, adentro, a buscar la gente, a recoger la mochila.
— ¡Vamos, rápido, rápido, rápido, que no se quede nada! —le digo al que está junto a mí. Esto le parece el despertar de un sueño por lo sorprendido que se ve.
Cerca el manglar, a cincuenta o sesenta metros. Bajan el bote de remos. Lo cargan con algunas mochilas y cajas de metal llenas de balas. Hay que sacar las cosas con urgencia, porque empieza a hacer agua; después, poco a poco, se hunde. Oigo una orden:
— Pablo que regrese y busque los boqui toqui.
Estos son equipos de la Segunda Guerra Mundial, pero su radio de alcance es de unos cuatro kilómetros, su peso con la batería es tal que si los hubieran encontrado, se habrían hundido hombre y equipos igual que el bote.
Piden un voluntario para medir la profundidad del agua y salen tres que se tiran para ver por dónde da: Horacio, René y Crespo. Los miramos. Primero el agua les da por la cintura, luego al pecho, a la barbilla. ¡Parece que se empinan! Nuevamente, bajo el cuello, al pecho. Con la soga que tienen en la mano llegan al manglar y la amarran.
Ahora bajan uno a uno. Los hombres más gruesos se entierran en el fango al tirarse, los más livianos tienen que ayudarlos a salir. El yate encallado y los hombres hundidos en el fango. Baja toda la vanguardia, al frente su capitán. Después la Comandancia, una parte del pelotón y yo. Avanzamos en fila india con los fusiles en alto para que no se mojaran. Unos se a-garran a la soga, otros van sueltos.
Caminamos entre el agua enfangada, sucia, fría, que en este amanecer parece que tiene hielo. Unos pasos más y estamos en el manglar y la tierra, si a esto puede llamársele tierra. Lo que sí no queda duda de que es Cuba: ¡Cuba de verdad!
Subo al manglar chorreando agua. Mientras estoy en la orilla reagrupando a la gente, oigo el ruido del motor de una lancha, la veo pasar veloz a distancia. Indico abreviar, que se abran en abanico para perforar aquella cortina de mangle, pues en fila india será muy trabajoso, imposible, y que estemos a la vista uno de otro para no perdernos.
Avanzamos siempre hacia adelante, aunque a veces nos desviamos por lo enmarañado que está el mangle. Atrás se quedan solo los que tienen la misión de esperar el desembarco de los últimos. Los demás queremos salir, cuanto antes mejor. En ocasiones nos encontramos que la vanguardia se ha retrasado o que la retaguardia se ha adelantado. Al poco rato de estar caminando, oímos un disparo, ya habíamos escuchado otro. Hay que tener cuidado, no sea que lo hieran a uno. El avance por la intrincada malla de mangle rojo lo determina un poco la preparación y resistencia que tenga el hombre y su voluntad de no parar para salir rápido a tierra firme, pues esto es una ratonera, un jamo, una jaula de ramas y raíces de mangle enredadas; agua, fango, mosquitos, guasasas y calor, mucho calor. Muchos ya tienen golpes y desgarraduras en las manos y las piernas.
Llegamos a una laguna en medio del manglar, hay que pasarla. Es transitable, el agua da al pecho. En medio de la laguna, los palos secos de mangle parecen un dormitorio de totíes. Indico que se mantengan abiertos en abanico, que cada uno siga las huellas del otro, haciendo pasos obligados.
Después de pasar la laguna, semejante a un brazo de mar, seguimos rápido. Parecía que estábamos en un cayo. Esto no acaba nunca, el manglar, el agua, el fango que, al prolongarse, acrecienta la agonía con los mosquitos, los jejenes, la pestilencia, el hambre y la sed. El agua solo nos sirve para mojarnos los labios y la cara, no se puede tomar, porque es salobre, muy salobre. Muchos han botado cosas que traían, pues ya todo les pesa mucho. Llevan un fusil extra, cajas de balas, ropas, un sudario.
En este manglar, la naturaleza vive en sus insectos, mariposas, cangrejos, hongos, aves..., en esta malla de ramas y raíces, que hace horas nos tiene atrapados y casi no nos deja avanzar. ¡Es admirable la voluntad del hombre! Hay que meter la cabeza, después los hombros y empujarse uno para abrirse paso a golpe de voluntad.